Desde 1947, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos sustituyó el histórico Departamento de Guerra por el más diplomático Departamento de Defensa. Fue una decisión cargada de simbolismo: proyectar un país dispuesto a preservar la paz en un mundo marcado por la creación de la ONU y los esfuerzos multilaterales.
Hoy, en un giro que desconcierta a la opinión pública mundial, Donald Trump ha ordenado rebautizar al Pentágono como “Department of War”, con el respaldo de su secretario Pete Hegseth. Aunque el cambio aún requiere aprobación del Congreso, ya se anuncia que la denominación será utilizada en actos y comunicaciones oficiales.
Retórica agresiva y populismo militarista
Trump y Hegseth justifican la decisión bajo el argumento de que el nombre proyecta fuerza y devuelve a los militares la identidad de “guerreros”. Para el mandatario, la medida forma parte de su campaña contra lo que denomina “políticas débiles” o “woke”, que según él minan la capacidad letal de las fuerzas armadas.
La contradicción es evidente: ¿cómo puede autoproclamarse “presidentle de la paz” quien impulsa una retórica belicista que sustituye la defensa por la guerra como concepto central? Más que un gesto práctico, se trata de una operación simbólica que revaloriza el militarismo y lo convierte en eje discursivo.

El lenguaje como arma política
En política, las palabras son armas. Rebautizar al Pentágono como “Departamento de Guerra” no altera sus estructuras ni capacidades, pero sí redefine el marco ideológico desde el cual Estados Unidos se proyecta al mundo.
No se trata solo de semántica: esta narrativa alimenta la idea de un país dispuesto a actuar ofensivamente en un escenario internacional marcado por la competencia con China y Rusia, y por conflictos abiertos en Medio Oriente y Europa del Este. Un cambio de nombre puede ser, en sí mismo, un acto de poder.
Distracción frente a los problemas reales
Mientras la sociedad estadounidense enfrenta desafíos urgentes —desigualdad, crisis migratoria, tensiones raciales, inflación—, la administración Trump desvía la atención hacia un gesto puramente simbólico. La “rebrandización” militar, presentada como un triunfo, parece más un recurso populista que una respuesta concreta a los dilemas internos del país.
Conclusión: la paz bajo sospecha
Con esta medida, Trump abre una grieta entre su discurso y su práctica. El presidente que se presenta como garante de la paz mundial reintroduce al vocabulario oficial la palabra “guerra”, reforzando el imaginario de un Estados Unidos agresivo y expansionista.
Más allá de lo administrativo, lo que está en juego es la narrativa: la manera en que se construye la imagen de la superpotencia en el siglo XXI. Y en esa narrativa, el “presidente de la paz” parece quedar atrapado en sus propias contradicciones.