La política exterior de la administración del presidente Donald Trump se ha caracterizado por una retórica punzante y una ambigüedad calculada que eleva constantemente la temperatura geopolítica.
Este patrón se manifiesta claramente en dos escenarios recientes: la amenaza de acción militar en Nigeria y la persistente indefinición sobre un posible ataque a Venezuela.
En el caso de Nigeria, Trump ha emitido una amenaza de intervención militar directa, acusando al gobierno de «permitir la matanza de cristianos» por parte de grupos terroristas como Boko Haram.
La declaración, aunque envuelta en una justificación de protección religiosa, ha sido rechazada por el gobierno nigeriano y por expertos que señalan que la violencia es un conflicto complejo multicausal, que incluye la pobreza, el cambio climático y la lucha por recursos, más que un conflicto puramente confesional. Al enmarcar la situación como una amenaza a la libertad religiosa, el mandatario estadounidense despliega una narrativa simplificada que justifica una potencial acción unilateral.
La fijación con Venezuela
Simultáneamente, la atención se mantiene fija en Venezuela. A pesar de los informes de prensa sobre planes militares detallados de bombardeo a objetivos vinculados al narcotráfico, y el notable despliegue de buques de guerra y aviones en el Caribe, Trump ha negado categóricamente haber tomado la decisión de atacar territorio venezolano.
En un ejercicio de contradicción premeditada, el presidente niega la intención de una guerra, pero al mismo tiempo intensifica la presión militar y verbal, asegurando que los días del gobierno de Nicolás Maduro están «contados».
Esta dualidad discursiva (amenazar abiertamente a Nigeria mientras se niega a confirmar planes de ataque a Venezuela) revela una estrategia de guerra constante.
El objetivo no es necesariamente una invasión inminente, sino la utilización del poder militar como palanca de coerción y distracción permanente.
Al mantener una narrativa de agresión potencial, Washington busca varios fines: desestabilizar a sus adversarios, justificar su creciente presencia militar en regiones estratégicas y, sobre todo, proyectar una imagen de determinación y fuerza a nivel global. La amenaza es, en sí misma, una forma de política exterior.









