“La historia es nuestra y la hacen los pueblos”, afirmó el presidente chileno Salvador Allende antes de inmolarse cuando el brutal Golpe de Estado en su contra hace 46 años, como si se anticipara a los acontecimientos de hoy en Chile y en toda América Latina.
Los hechos avanzan de manera vertiginosa hacia un rumbo todavía incierto.
Lo que resulta muy cierto es que las movilizaciones de los ciudadanos y las profundas sacudidas sociales están definitivamente desafiando y acusando al modelo neoliberal, por los crecientes niveles de desigualdad, exclusión, perdida del sentido de futuro y la desesperanza.
La concentración indignante de la riqueza y el dominio absoluto sobre el destino de la humanidad que ejercen los grandes capitales, con más poder que las mayorías, los Estados y las naciones, ha sido el principal detonante de las protestas.
La promesa de crecimiento económico, cuyos beneficios se derramarían sobre toda la sociedad, que nos vendió el neoliberalismo, ha terminado en más pobreza y destrucción ambiental, frustración colectiva, perdida de la soberanía y decadencia de la democracia.
La desregulación de los mercados, la restricción de la inversión social, la reducción del Estado, el debilitamiento de la Política y de las instituciones, alimentaron el caos, poniendo en riesgo, no un modelo, sino a nuestra propia existencia.
Frente a la desideologización que pretendió el neoliberalismo, hoy los pueblos rescatan los verdaderos valores y emerge una nueva cultura, con sus renovadas ideas, gramáticas, símbolos y marcos de interpretación.
Ante la debilidad de las instituciones, los movimientos sociales se hacen presentes, vigorosos y desafiantes, exigiendo no sólo reivindicaciones sino cambios profundos en la economía y en la cultura.
Y frente a la desesperanza, la participación colectiva, la conquista de los derechos y la certeza de un futuro mejor, forjan los nuevos vientos de la dignificación.
Para las fuerzas sociales progresistas y revolucionarias de América Latina, es tiempo de balances, aprender de la experiencia y repensar el proceso de cambios. Comprender que las necesarias reformas políticas y sociales profundizan el conflicto político y social, acentúan la batalla cultural y simbólica.
Los acontecimientos recientes enseñan que las oligarquías del continente no están dispuestas a ceder en sus privilegios y no aceptan ni siquiera una dirección policlasista de la sociedad. Apelan ya no solo a golpes militares y la represión, sino también y principalmente a golpes mediáticos, políticos, económicos y financieros, judiciales y parlamentarios.
Por ello, hay que revisar la vía pacífica, electoral y democrática, de los proyectos alternativos, no para cancelarla por supuesto, sino para renovarla y consolidarla, en el contexto de un examen de los procesos hegemónicos, las alianzas y los consensos.
Hay que entender que no basta con reducir la pobreza. Las conquistas sociales tienen que llegar acompañadas de valores, ideas, organización y movilización social.
Es clave escuchar a los movimientos sociales y aprender de su nuevo protagonismo y de la emergente identidad nacional-popular.
Hay que producir nuevas teorías y propuestas, diagnosticar acertadamente el momento histórico. La agitación y la resistencia no deben sustituir la impostergable construcción de hegemonía.